R66. 0.1

No vengas más por aquí
no quiero tus disparates
tus costumbres predadoras
tu egoísmo de infinito
y más allá.
No quiero tus modales torpes
entre el desprecio a los mortales
(«qué mediocres todos» dices)
y el ansia por aprovecharse de ellos
(de todos nosotros, vaya)
eres tannnnnn
ventajista…
Es verdad que está algo loco.
Muy loco, según algunos.

casualidad

Volví a la playa de hace casi veinte años
busqué las dunas
entre el sol y la arena y los lirios.
Insospechadamente recibí un mensaje
del compañero de playa y de dunas
de hace casi veinte años.
Teléfono en mano
embobada por el prodigio de su presencia
(tantos años y de pronto)
le envié una foto del sitio.
Por un momento fue el milagro.
El rayo verde.

martes, 21

No consigo remontar un estado de ánimo que roza el inframundo por momentos. Abatida como si estuviera aplastada por un tsunami y en el fondo se trata de un «jazmín»…
(Mi amiga del colegio decía que ella era como la niña del columpio, una tan tiquismiquis que, mientras se columpiaba en su jardín, le cayó un jazmín encima y la lastimó).
Mis jazmines, si son del arbusto familiar, me lastiman.
Y además esa relación absurda con el pseudopoeta me desequilibra. Si no ando atenta consigue meterme en su mundo delirante.
En un rato iré a dar una vuelta, compraré algo de chocolate a la vuelta…

voley

He jugado un pequeño y familiar partido de voley en el parque de mi barrio. Con mi hijo adulto, con mi nieta adolescente.
Yo jugaba a voley (lo que entonces llamábamos balón volea) en mi colegio, cuando era estudiante y era pequeña y estaba en un internado durísimo lejos de casa. Ir al internado era la manera en que algunos afortunados, y algunas sobre todo, dado que estudiar era un lujo reservado a pocos (y a casi ninguna niña si ello suponía un esfuerzo enorme de la familia). En fin, yo fue de las afortunadas y pasé años en un internado duro de una época muy muy dura. Y allí jugaba al voley, en el equipo del colegio, hasta que me fracturé un hueso de la muñeca a mediados del último curso antes de entrar en la universidad y ahí terminó mi carrera como deportista en ese juego.
Uno de mis nietos pequeños, cuando le conté un día mi etapa de estudiante interna no daba crédito; asombrado, me dijo: «¿es que tus padres no te querían?» Sí me querían, le dije, por eso quisieron que estudiara y que fuera autónoma e independiente. No lo entendió muy bien.
Hoy mi nieta que juega a eso me pidió que fuera con ellos y fui.
Sigo siendo buena en los saques y muy mala recepcionando. Quizá si entreno…
Ha sido divertido.

sábado

Después de desayunar vuelvo a la cama con un café (uno más).
Decido actualizar el portátil antes de que se me vuelva a bloquear, apenas lo uso.
MI gata llega inmediatamente al calor suave del pc y se sitúa sobre el teclado. Le tiro su pelotita, que rebota en el armario de enfrente, y ella sale disparada, chocando igual que la pelota con la puerta del armario. Seguimos el juego y paso del portátil.
Pienso que el vecino de abajo puede estar escuchando los botes de la pelota y de la pequeña Eco y que en un momento determinado subirá a protestar por el ruído: es un tiquismiquis.
Esta tarde saldré de la cama.

imposible

Es inútil, por más empeño que ponga en ello no consigo conectar con la lógica de J. Su cabeza va por vías incógnitas.
Dice cosas con el énfasis y la necesidad que pondría cualquiera si le fuera la vida en eso, y unos minutos más tarde, no recuerda, o recuerda pero dice que carece de importancia.
Insiste en contarte algo y «por favor, necesito contarte algo, en media hora te veo y hablamos»… Dos horas después llega, le pregunto por aquello y no sabe de qué le hablo…
Así que se trata de lógicas no coincidentes en absoluto.
Qué le vamos a hacer.
Chimpum-

miedo

Un amigo, hace muchos años, me hablaba de la crin de Damocles, no de la espada sino de la crin que la tenía sujeta.
Es el miedo.
Creo que esa crin está hecha de miedo.
Veo el balanceo de la espada suspendida de un fino cable de pelo animal…

La noche huele a humo.

Anoche no me podía dormir. Como tantas otras noches,
tantas
tantas
tantas noches que se desgranan minuto a minuto entre sombras más o menos cercanas, más o menos inaprensibles… Una escenografía difuminada en salsa de duermevela.
Anoche me vi sola hablando con la presencia siempre ausente del amigo que me traicionó. Él no consigue ver el contexto de nuestra triste historia (no me mentiré: solo fue triste para mí, a él le importaba menos que una mierda). Yo no consigo dominar el recuerdo, no consigo perdonarme.
Perdonarme por haber dejado de lado mi amor propio, mi respeto a mí misma, mi compasión por mí, que lo pasaba mal y seguía no obstante, cerril y ciega, girando alrededor de una ilusión estúpida, falsa.
Le digo (me digo) que no supe manejarme entre las de cal y las de arena.
No puede ver lo que hubo, estábamos en distintos niveles.
Rememoro todos mis errores mientras fumo.

tenis

Un verano de hace muchos años, al finalizar el curso, mi padre me regaló una raqueta de tenis. Era una Wilson de madera, preciosa. Ese verano me aficioné al tenis con los amigos habituales de los veraneos.
Esos veranos lentos, largos, letárgicos.
Cerca del pueblo había una pista de tierra batida abandonada pero en muy buenas condiciones; había formado parte de un conjunto de casas de alto nivel pertenecientes a los ingenieros y directivos de las minas de la zona, cerradas tiempo atrás. A esa pista íbamos algunas tardes mis amigos y yo, cada cual con su raqueta en la mano, la mía nueva flamante. Andábamos ligeros y balanceando las raquetas con los pasos. Veo desde tan lejos esa imagen como de película, de chicos y chicas más o menos «bien» en sus veranos de ocio interminable hasta el curso siguiente en que todos los del grupo, sin excepción, regresábamos a nuestros respectivos colegios de la capital, donde estudiábamos internos.
Años después un hijo mío, buen deportista, me pidió mi raqueta para algún partido, a modo de reliquia: decía que era pesadísima y no entendía que yo, siempre menuda y delgada, hubiera podido jugar con ella. Siempre le gustó mi raqueta, pese a que era imposible competir con ella con las nuevas, tan ligeras.
Se la regalé (evidentemente, hace mil años que yo no la uso) y la tiene colgada con todo honor en una pared de su dormitorio.
Me gusta verla allí.

Caminábamos por una calle de Barcelona, una calle cualquiera. Hacíamos (perdíamos) tiempo. Yo tenía que coger el avión para volver a casa. Estaba algo triste, muy decepcionada, con ganas de irme y de quedarme a la vez. Él iba envarado, como siempre. Le cogí la mano y pegó una sacudida, como si le hubiera dado un calambrazo a través de mis dedos y se soltó. Enseguida se repuso: cogeme la mano de nuevo, dijo. Y esa vez fue capaz de andar cogido de mi mano, pero rígido.
Él es así.
Durante un pequeño espacio de tiempo y por una calle extraña caminamos de la mano, lentos y absolutamente solos, desconocidos, casi hostiles.
No volví.

Piedras pequeñas